LOS SUPLICIOS DE LA INQUISICIÓN

Por: Jose Manuel García Bautista

Las armas con las que se valía el Santo Oficio en aquella casa-cárcel del castillo de San Jorge, para hacer confesar a un reo, eran variadas y a cual más cruel. Se jugaba con la psicología, enseñándole primero lo que le esperaba si no confesaba. Si no lo hacía, se pasaba a la tortura, a la garrucha que era un método contundente de dolor, ya que se ataba al acusado por los brazos y éstos a la espalda. Se elevaba al mismo hasta el techo de las dependencias y se le soltaba desde arriba. El dolor en los miembros era considerable. Si seguía sin confesar, se ataba y fijaba al acusado sobre una mesa. Inmediatamente se le ligaban manos y piernas, comenzándose a tirar de las mismas, provocando el estiramiento de los miembros y un dolor indescriptible, que le obligaba a la confesión, aunque esta fuera falsa, sólo por librarse de aquel suplicio. Era conocido como el potro y en no pocas ocasiones se descarnaba un reo. En otras, incluso se le sumaba a esta barbarie, un hierro candente que marcaba al hereje. Se les hacía pasar hambre y sed o incluso, la cura o el tormento del agua que consistía en introducir un trapo empapado en agua, en la boca del acusado, y verterle más agua sobre el rostro, lo cual provocaba el ahogamiento del mismo. La bota española era otro método, consistente en colocar unas cuñas, que llegaban hasta los tobillos, en las piernas del desdichado. Aquel torturador sólo tenía que golpear aquellas cuñas, para que se clavaran en la carne e hicieran estallar el hueso del acusado. El dolor era inhumano.

Un método más sofisticado era la pera. Se introducía por la boca, el ano o la vagina del acusado. Una vez dentro, se abrían unas púas o cuchillas, que lo destrozaban interiormente. Del desgarrador de senos no hablaremos, porque su nombre lo explica por sí sólo. El cinturón de San Erasmo era una especia de pera externa, qie se fijaba a la cintura del hereje y se le clavaban unas púas. El dolor volvía a ser extremo. En otras latitudes de la vieja Europa, las penalidades de un reo acusado de herejía no eran menores. La denominada doncella de Dusseldorf pasaría a la historia como una de las máquinas de tortura más infames, inventadas por la sinrazón del hombre. Dígannos si bajo estas formas de confesión forzada, usted no confesaría las más inverosímil y falsa de las acusaciones. Para uno de aquellos presos que esperaban su tortura en el castillo de San Jorge, la muerte era la mejor de las salidas, la mejor forma de vida.

Y es que la Inquisición, primero se encargó de encontrar sus culpables entre los judíos de la ciudad, luego organizó su particular caza de brujas y posteriormente la de protestantes o masones. De sus acusaciones no se libraron ni los propios hombres de fe, ya que clérigos o frailes también pasaron por la pira purificadora de almas, incluso de forma póstuma, dándose casos de exhumar cuerpos de cementerios como el de San Agustín (cercano al convento del mismo nombre, donde se encontraban la Milagrosa y el Santo Crucifijo), la Trinidad (en las inmediaciones del Santuario de María Auxiliadora) o San Bernardo (cercanías de la Diputación de Sevilla) para quemar a los herejes.

El mismo autor de El Quijote, Miguel de Cervantes y Saavedra, tuvo su paso por la ciudad allá por 1589. Tras actuar como comisario real de abastos (recaudador de especies) para la Armada Invencible, trabajó como recaudador de impuestos y en 1597 fue recluido en la Cárcel Real de Sevilla (en plena calle Sierpes, casi en la Plaza de San Francisco, donde hoy hay un edificio, propiedad de una entidad bancaria andaluza, asentado en el solar de la antigua cárcel, que fue derribada en 1838), allí tiene constancia de los comentarios que sobre las atrocidades de los inquisidores circulan de boca en boca. Es allí donde nace, ¿o tal vez finaliza?, aquel ingenioso hidalgo, que con sus locuras maravilló a la Humanidad literaria de todos los tiempos. Me estoy refiriendo al famosísimo libro Don Quijote de la Mancha. Y no sólo eso, Cervantes, en su discurrir por tierras andaluzas, también recogió en su obra El Coloquio de los Perros el caso de Las Camachas, de la cordobesa localidad de Montilla. En aquel lugar, se ejecutaron los autos de fe de unas desdichadas que cometieron actos de brujería, tras ser juzgadas en Córdoba el 8 de diciembre de 1572 por un tribunal que dependía directamente de Sevilla y de sus Inquisidores.

Las brujas de Montilla eran Leonor Rodríguez, llamada la Camacha, maestra de brujas, que ofrecía enseñanza en hacer el cerco o invocar al diablo, y Catalina Rodríguez que tenía visiones e invocaba a los demonios, gustaba de profanar cementerios o hacer cercos dentro de ellos, aojaba y lanzaba maldiciones. Junto a las dos anteriores y también bajo penas de herejías fueron condenadas: Mayor Díaz, Isabel Martín y María Sánchez¡, La Coja, todas ellas serían conocidas como Las Camachas. Fueron condenadas a salir del auto de fe con simbología de hechicería y a recibir cien azotes en Córdoba y otros cien en Montilla, añadiendo el destierro por diez años de esta última. Sin dudar, corrieron mejor suerte que si hubieran sido trasladadas a la Casa-Cárcel de la Inquisición, en Triana.

Según cuenta la historia de estas brujas, a su casa de la calle Tarasquilla llegó Don Alonso de Aguilar, un hacendado de la familia del marqués de Priego, buscando algún conjuro, hechizo o filtro de amor para enamorar a la bella doña Mayor de Solier. Aquella relación tuvo como consecuencia la maternidad de la joven, al parecer, por obra demoniaca de Las Camachas siendo denunciadas a la Inquisición. Como fruto de la unión de Don Alonso y Doña Mayor, nació Don Pedro Ximénez, quién sería conocido bajo el nombre de Gonzalo Fernández de Córdoba y Aguilar, llamado por su excelencia en el arte de la guerra el Gran Capitán.

Otros lugares de interés, por su relevancia con las brujas y actos de brujería, los encontramos en localidades cercanas a Sevilla, como Cantillana, Alcalá del Río o las más lejanas de Aracena o Jabugo, que aunque actualmente forme parte de la provincia de Huelva, desde el año 1255 al 1833 cuando es segregada, perteneció a la de Sevilla. Allí, siendo parte de Sevilla, encontramos el caso de María Sánchez, de quién se decía que caminaba por los tejados de las casas como un gato, en esa íntima relación de amor-odio mantenida entre las brujas y estos felinos, que invocaba al diablo cojuelo o que solía tener como punto de reunión y aquelarre, la cueva de la Notaría.

Es el legado de la brujería en nuestra ciudad, que existió y que lejos de quedar olvidado, quedan los vestigios de una huella inequívoca que une los horrores de la Inquisición, con los oscuros ritos de toda invocación al diablo, teniendo como incomparable marco, casas incógnitas a los pies de la Giralda. Si paseamos por sus calles en la cálida noche de Walpurgis, allá a finales de abril, tal vez al elevar la mirada hacía la bella torre sevillana, podamos ver a una de esas brujas, cuya alucinada imaginación la hace volar en su escoba, junto a su gato, cerca de un cielo al que tantas almas envió la justicia del Santo Oficio.

En la tierra trianera quedaría imborrable aquella inscripción que según el historiador Diego Ortiz de Zúñiga decía así: Sanctum Inquisitionis officium contra hereticorum pravatatem in hispanis regnis initiatum est Hispali, anno MCCCCLXXXI, sedente in trono apostolico Sixto IV, a quo fuit concessum, et regnantibus in Hispania Ferdinando V et Elisabet, a quibus fuit imprecatum. Generalis inquisitor primus fuit frates Thomas de Torquemada, prior conventus Sanctae Crucis segoviensis, ordinis predicatorum. Faxit Deus ut, in fidei tutelam et augmentum, in finem usque saeculi permaneat, etc. –Exurge, Domine, judica causam tuam. – Capite nobis vulpes.

Unas pinceladas históricas, misteriosas y legendarias de una etapa que no se ha de olvidar. Fueron los horrores de la Inquisición, aquella que amparada en la malentendida fe cometió todo tipo de pecados contra la misma, incluido el peor de todos: no respetar la vida. Curiosa paradoja para aquellos que decían ser los adalides del cristianismo.